Probablemente ya oíste o te sentiste bastante irritado por situaciones banales asociadas con la tecnología. Un simple experimento con caída de la energía eléctrica o con problemas de conexión de la red de Internet proporciona una frustración inmediata a cualquier persona que esté acostumbrada a la vida urbana y dependiente de dispositivos electrónicos. Ese tipo de reacción es característico de la civilización moderna, esto es, de las sociedades que se desarrollaron a partir de las revoluciones científicas y tecnológicas sucedidas en las edades moderna y contemporánea.
Con las principales innovaciones técnicas que la ciencia, nacida con Galileo Galilei y otros científicos, incluso en el siglo XVII, ha estado proporcionando, nos acostumbramos a muchas facilidades y a una forma de vida cuya practicidad es impensable sin el apoyo y uso de la tecnología. A partir del proceso de industrialización, iniciado en Inglaterra en el siglo XVIII, y que se dispersó por Europa y, después, por todo el mundo en siglos posteriores, la experiencia del paso del tiempo empezó a ser profundamente cambiada.
La vida cotidiana antes de la Revolución Industrial fue esencialmente agraria, con fuertes conexiones al cultivo de la tierra y la observación del paso natural del tiempo (estaciones del año, periodos de lluvia y sequía…), cuyo objetivo era predecir períodos de escasez. La industrialización formó los principales centros urbanos y exigió una acelerada dinámica de la vida cotidiana, nunca vista antes en las sociedades tradicionales. El uso de metales por la industria pesada (molinos de acero y metalurgia), tales como el hierro, permitió la creación de una gran diversidad de maquinaria.
Los barcos de cargas y los trenes que disponían productos para regiones muy distantes en un período relativamente breve de tiempo, así como los tranvías eléctricos, que funcionaba como transporte urbano para las personas, fueron algunas de las invenciones que han comenzado a cambiar la experiencia acerca del tiempo. La invención del primer automóvil por alemán Karl Benz en 1886, que fue alimentado por gas y alcanzaba una velocidad media de 16 km/h, también tuvo una contribución decisiva sobre la forma en que percibimos el tiempo todos los días, siendo progresivamente más acelerada esa percepción.
La experiencia de una vida cotidiana acelerada se relaciona con la propia velocidad con la cual se inventan artilugios tecnológicos y, en la misma medida, otros tantos de esos artefactos se vuelven obsoletos (obsolescencia programada). Podemos citar, por ejemplo, dos dispositivos electrónicos que eran considerados altamente avanzados hace apenas dos décadas y que hoy se muestran todavía más sofisticados. Ellos son: el teléfono móvil (evolucionado a smartphone o teléfonos inteligentes) y el ordenador personal (con evolución a tablets y otros dispositivos).
De la década de 1990, esos dos tipos de utensilios eran considerados de acceso limitado, debido al precio elevado, relacionado a su grado de sofisticación. Hoy en día, tenemos variaciones del ordenador personal, como el notebook o el ultrabook, más ligeros, portátiles y veloces. Los teléfonos móviles cuentan hoy con conexión a Internet con tráfico de datos y Wi-Fi, cámara fotográfica y grabadora de video, además de otros dispositivos que nos economizan en un tiempo que de otra forma sería gastado, por ejemplo, si tuviésemos que efectuar una llamada, en vía pública, en los antiguos teléfonos públicos (cabinas telefónicas).
Muchos otros ejemplos podrían abordarse, pero lo esencial es entender la íntima y profunda transformación que sufrió nuestra civilización, tan afectada por la industria, en su forma de percibir el tiempo y su capacidad para manejar sus expectativas a partir de ello. El primer ejemplo sugerido al principio del artículo, como el nerviosismo provocado con la caída de la conexión a Internet, ilustra la relación que hay entre una experiencia acelerada del tiempo (acceso rápido a Internet) y una expectativa frustrada que siempre es generada por la falta inmediata de esa facilidad tecnológica.