El siglo XIX se caracterizó por el desarrollo del conocimiento científico. La búsqueda de nuevas tecnologías, impulsada por la Revolución Industrial, hizo que los estudiosos se multiplicasen en las más variadas áreas del conocimiento. En esa época, varias academias y asociaciones dirigidas al progreso de la ciencia reconocían la figura de los científicos y colocaban a los mismos como importantes agentes de transformación social.
En 1859, un erudito naturalista Charles Darwin hizo un largo camino, tomando notas en sus viajes sobre la naturaleza y recogió sus más importantes análisis en la obra El Origen de las Especies. En las páginas de aquella obra revolucionaria nacería la teoría evolutiva, el más nuevo progreso obtenido por la ciencia de entonces. Negando las justificativas religiosas vigentes, Darwin apuntó que la constitución de los seres vivos es fruto de un largo e ininterrumpido proceso de transformación y adaptación al medio ambiente.
A expensas de la polémica generada, Darwin explicó que las especies podían cambiar su forma de una selección en la que mejores características adaptadas a un medio ambiente se convertían en más frecuentes. Con eso, los organismos que están mejor adaptados a un medio podían sobrevivir mediante la transferencia de dichos cambios a sus descendientes. Por el contrario, los seres vivos que no presentan las mismas capacidades acabarían probablemente abocados a la extinción.
Con el tiempo, observamos que los conceptos trabajados por Darwin terminaron no restringiéndose al campo de las ciencias biológicas. Los pensadores sociales comenzaron a transferir los conceptos de evolución y adaptación a la comprensión de las civilizaciones y otras prácticas sociales. A partir de entonces, el llamado darwinismo social nació desarrollando la idea de que algunas sociedades y civilizaciones eran dotadas de valores que las colocaban en condición superior a las demás.
En la práctica, esta afirmativa termina sugiriendo que la cultura y la tecnología de los europeos eran prueba viviente de que sus miembros ocuparon la parte superior de la civilización y la evolución humana. En contraste, los pueblos de otras regiones (por ejemplo, África y Asia, previos territorios explotados por el proceso colonial) no compartían las mismas capacidades y, por tal motivo, estarían en una posición inferior o más cerca de las sociedades primitivas. Esa interpretación moralmente inaceptable en la actualidad fue dominante durante un largo periodo que se extendió por las grandes potencias imperialistas.
La divulgación de estas teorías serviría como la base de apoyo de las principales potencias capitalistas para promover el neocolonialismo dentro del área afroasiática. En definitiva, la ocupación de esos lugares fue colocada como una bendición, una oportunidad de sacar a esas sociedades de ese estado ‘primitivo’. Por otro lado, observamos que darwinismo social inspiraría los movimientos nacionalistas que elaboraban todo un cuerpo de argumentos capaz de conferir superioridad a un pueblo o nación.
De hecho, el darwinismo social creó métodos de comprensión de la cultura impregnados de conceptos erróneos y prejuicios raciales y sociales. En verdad, al hablar de evolución, Darwin no operó con una teoría vinculada al choque binario entre superioridad e inferioridad. Siendo una experiencia dinámica, la evolución darwiniana consideró que las características que determinaban la superioridad de una especie podrían no tener validez alguna en otros ambientes probables.
Con esto, podemos concluir que las sociedades africanas y asiáticas nunca necesitaron necesariamente de los valores e invenciones ofrecidas por el mundo occidental. Eso, por supuesto, no quiere señalar que el contacto entre esas culturas fuera desastroso o marcado apenas por desdoblamientos negativos. Sin embargo, las imposiciones de una Europa superior a unos pueblos considerados como inferiores desembocaron en graves problemas de orden político, social y económico cuyos resultados siguen siendo visibles en la actualidad.