La Revolución Industrial fue una revolución técnica marcada por el paso de la manufactura, movida por la energía humana, hacia la ‘maquinofactura’, que utilizaba la energía mecánica, la energía a vapor, la electricidad o el motor a combustión. Esos cambios en la forma de producir trajeron profundas transformaciones sociales y económicas, como, por ejemplo, el surgimiento de la clase obrera y la ampliación de la economía de mercado.
En los últimos años del siglo XVIII, la gran industria inglesa existía apenas en un pequeño sector de la vida nacional. Por causa de las relaciones tradicionales, había sectores, como el de la fabricación de lana, que estaban totalmente fuera del sistema fabril. Esas regulaciones, heredadas de los antiguos gremios, dificultaban la innovación tecnológica, pues dictaban las normas sobre la producción y comercialización de las mercancías.
Los artesanos y los manufactureros también frenaban la industrialización, pues temían la competencia de las fábricas y sus aprendices temían el desempleo. Antes del surgimiento de las grandes fábricas, no podemos hablar de un sistema fabril propiamente dicho. Lo que existía era una artesanía local, con un corto radio de acción, suficiente apenas para atender a las necesidades fundamentales de la población.
En algunos lugares, existían empresas dedicadas a un mercado más amplio, que se dedicaban a la producción de artículos de lujo, destinados inclusive a la exportación. Ellas concentraban un gran número de trabajadores, pero usaban todavía la organización tradicional de la artesanía. Sus propietarios eran mercaderes ricos que organizaban grandes talleres, proveían la materia prima y pagaban por producto acabado a sus trabajadores. En ciertos lugares, esos mercaderes hacían uso del sistema doméstico de producción, llevando la materia prima a las casas de los artesanos y buscando el producto acabado listo para vender. A veces, esos comerciantes empresarios empleaban a centenas de personas. La tarea de esos empresarios era proveer la materia prima, fijar y pagar los salarios por tareas asignadas, almacenar la producción y vender y exportar los productos. Procedían como ciertos dueños de marcas trabajan hoy, contratando pequeños talleres de costura para hacer productos modelados por ellos, a cambio de un pago por el producto.
En esta época, también existía la manufactura. En ese sistema de trabajo, los operarios eran concentrados bajo la dirección de otros superiores en uno o varios edificios próximos. Aquí, ya existía cierta especialización del trabajo y un trabajador realizaba una o algunas etapas de la producción, que dependían apenas de su habilidad manual. Ese tipo de organización de la producción era ideal a las vísperas de la Revolución Industrial, siendo más común la dispersión artesanal a través del sistema doméstico.
La Europa pre-industrializada ya tenía sus empresarios burgueses o incluso nobles que aplicaban parte de su capital en la producción, además de un mercado de cierta importancia, y, en algunos casos, contaba con mano de obra concentrada en los sectores donde había pocas manufacturas. Solo que la economía estaba mal articulada. El sector agrícola atrasado se volvía insuficiente y la oferta de alimentos y materias primas era costosa. Las calles tenían un pésimo estado, los puertos no estaban bien desarrollados y los bajos salarios impedían el crecimiento del mercado. Las leyes que amparaban a los gremios limitaban la innovación tecnológica y la introducción de máquinas en la producción que amenazaran los puestos de trabajo existentes.
En el siglo XVIII, hubo una ‘fiebre’ de tejidos de algodón, planta originaria del continente americano. Por ser una actividad reciente, no existía una regulación que prohibiese el uso de máquinas en ese sector. Fue ahí que nació la Revolución Industrial, con el uso de las máquinas movidas a vapor en la producción. Como la materia prima era importada del sur de las 13 colonias americanas, esa industria surgió en las ciudades portuarias que comercializaban con América, como Liverpool, Inglaterra y Glasgow, en Escocia. La industria textil del algodón fue el motor de la expansión industrial hasta principios del siglo XIX, cuando surgió la industria ferroviaria, que la sustituyó.
Antes de la gran industria, no existía la generalización del trabajo asalariado. Cuando todavía predominaba el negocio de la artesanía y la manufactura, la mayoría de los trabajadores eran detentores de los medios de producción. Con la Revolución Industrial, ocurrió la mecanización de la industria y de la agricultura, lo que aumentó la productividad del trabajo. Los productos de la gran industria y de la agricultura mecanizada eran más baratos que aquellos hechos manualmente por los pequeños propietarios, los cuales no podían soportar la competencia y quebraban. Sin condiciones de supervivencia por cuenta propia, los pequeños propietarios fueron convirtiéndose en trabajadores de la gran industria. Otra parte, excluida del mercado laboral, emigró para América, particularmente para los Estados Unidos, en busca de mejores condiciones de vida. Muchos, sin opción, se transformaron en los excluidos de la sociedad capitalista, mendigos, ladrones, prostitutas, entre otros, que pasaron a sufrir las consecuencias de las emergentes leyes represivas.
El trabajador que surgió con la Revolución Industrial es aquel trabajador que no tenía medios para sobrevivir por cuenta propia, dependiente de la industria y sus condiciones. Él es un hombre libre, no obligado a trabajar para nadie, salvo por las necesidades económicas y exigencias del mercado de consumo. Si no trabaja, sabe que muere de hambre o se convierte en figura marginal de la sociedad. Por tanto, decide vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Durante las horas de trabajo, el operario está en la fábrica, a disposición del capitalista; fuera del mismo, el trabajador es libre. El pago por la venta de su fuerza de trabajo es su salario. Con el salario que recibe, el trabajador come, bebe, se viste, duerme, es decir, garantiza unas condiciones mínimas necesarias para recuperar sus energías y cuidar de sus hijos hasta que ellos se transformen en fuerza de trabajo. El salario, sin embargo, paga apenas una parte de su tiempo de trabajo. Digamos que, para trabajar ocho horas por día, él recibe cierta cantidad de dinero y que, durante ese tiempo, produce para su jefe una cantidad dos veces mayor del dinero en forma de mercancías. Entonces, una parte de su tiempo de trabajo fue pagada. La otra quedó en manos del capitalista para afrontar otros gastos y obtener beneficio de ella.
Por tanto, la Revolución Industrial fue la transición nuevos procesos de manufactura que transformarían la forma de vida de toda la sociedad.