Los números son claros: hasta las últimas décadas del siglo XIX, Inglaterra se mantuvo por delante de sus competidores directos en la carrera comercial nacida de la Revolución Industrial. En 1870, la producción de alambre y algodón era cinco veces superior a otras potencias del mismo continente, como Francia y Alemania, y por encima de los Estados Unidos. Mientras la producción británica de carbón desarrollaba 100 millones de toneladas, era de 13 millones de toneladas para Francia, 26 millones de toneladas para Alemania y 30 millones de toneladas para Estados Unidos. Al mismo tiempo, fueron beneficiados por la adopción del libre comercio. Gran Bretaña representaba por sí solo una cuarta parte de la producción mundial.
De China a Canadá, el Imperio británico había construido una red mundial de rutas de transporte, estaciones, puestos de comercio, agencias militares, controles financieros y dominios coloniales de varios tipos. La construcción de ferrocarriles en países como India y Brasil, la exploración de oro y diamantes en África, la compra de materias primas baratas y venta de productos industriales para financiar sus propios bancos llevarían a la hegemonía en el mercado mundial. El Imperio británico se convirtió en la gran expresión del imperialismo moderno.
No fue sino hasta el siglo XIX que la posición británica comenzó a verse amenazada. La industria del acero, la electricidad y el petróleo combustible reforzarían, a partir de 1870-1880, el desarrollo industrial en Alemania, los Estados Unidos y Francia. Agravados por la situación, iniciaron la lucha de razón imperialista por los mercados mundiales, que involucran los intereses del Estado y de las grandes empresas industriales, comerciales y financieras. La guerra de los mercados en las grandes potencias daría inicio a uno de los momentos de mayor conflicto de la época: la explosión de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).