Vincent Van Gogh, pintor holandés pos-impresionista, nació el 30 de marzo de 1853. Como Gauguin, es un apóstol retrasado de la pintura. Abandonó su profesión en 1876 para dedicarse como predicador laico a los mineros de Borinage, en el sur de Bélgica. En el verano de 1880, decidió consagrarse a la pintura con la misma pasión incontrolada y la misma sed de absoluto con que había querido servir a las clases desfavorecidas. El Arte, la Literatura y la Religión, las concebía como varias facetas de un mismo misterio. Dejó la descripción de sus búsquedas, métodos e intenciones en innumerables cartas escritas sobre todo al hermano, Theo.
Su carrera no duraría más que una década. Dos años en París, de febrero de 1886 a febrero de 1888, transformaron por completo sus concepciones y su pintura. Nada lo habría preparado para la visión de los cuadros impresionistas, las nuevas técnicas liberadoras, la explosión de los colores. La pasión por el color, así como un temperamento marginal, lo llevó hasta Arles, en la Provenza. Los Girasoles, el Puente Levadizo (1888) son los temas de este período. Los Cipreses pertenecen a la última fase, en que el equilibrio emocional del pintor era precario. El 29 de julio de 1890, Van Gogh se suicidó con un disparo.
Van Gogh desarrolló una pintura caracterizada por una intensidad emocional extrema. Más que pintar lo que veía, quiso expresar lo que sentía. Y si el mundo del impresionismo se puede revelar en pequeños puntos de luz, en Van Gogh esos puntos de luz se convierten en energía pura. Los objetos se distorsionan, las proporciones falseadas, y la propia textura se convierte en un elemento de la expresión emocional del cuadro. Los colores se utilizan en su estado puro y se aplican con la espátula o el pincel, creando un relieve, un patrón, un ritmo insistente. Su arte inicia el Expresionismo, valorizando lo que es significativo en detrimento de los patrones de belleza clásicos, de manera que la pintura sea más “verdadera que la propia verdad”, en las palabras del propio artista.