La reproducción sexuada, en comparación con la reproducción asexuada, consiste en la unión de dos gametos, dando lugar a la célula huevo (o zigoto) que, después de varias divisiones sucesivas, da lugar a una nueva vida. En general, estos primeros son haploides, siendo uno masculino y otro femenino; y el segundo, diploide.
A diferencia de lo que pueda parecer, estas células no necesitan necesariamente proceder de individuos distintos para que suceda la fecundación. Seres monoicos (o hermafroditas) producen estos dos tipos, en una misma unidad estructural, y pueden tanto autofecundarse como intercambiar gametos con otros individuos hermafroditas. Es el caso de flores con gametofito y esporofito, y el de los gusanos, que se reproducen de forma cruzada.
La mayoría de los seres eucarióticos realizan este tipo de reproducción que, excepto en casos de autofecundación, y también diferentemente de la asexuada, promueve la variación genética. Para justificar ese hecho, tomemos como ejemplo la especie humana: hombres producen los espermatozoides y las mujeres óvulos. Cada uno de estos gametos presenta la mitad del material genético del individuo que lo generó. Así, el fruto de esta unión posee semejanza con sus padres sin, sin embargo, ser copia de uno o de otro.
En el caso de un repentino cambio del medio ambiente – un periodo de frío muy intenso – algunos individuos de una especie dada pueden no resistir mientras otros, mejor adaptados a determinado tipo de situación, consiguen sobrevivir, haciendo que la especie no sea extinta. Ese es el retrato de la ventaja que la variabilidad genética proporciona a las poblaciones; en estas mismas circunstancias, en caso de que los individuos fuesen idénticos, la probabilidad de todos ellos no resistir será mucho mayor.