Desde sus primeras formulaciones, en el siglo XVIII, el liberalismo es una filosofía o un conjunto de filosofías que han apoyado la existencia de un Estado laico y no intervencionista. Laico, porque no está ligada a ninguna creencia religiosa, ni de cualquier interferencia de la Iglesia en los asuntos políticos. En contrapartida, el Estado no debe interferir en las creencias personales, lo que hace prevalecer el ideal de la tolerancia religiosa.
Ya la concepción de un Estado no intervencionista, se refiere a la economía y surgió por la oposición al control que las monarquías absolutistas ejercían sobre el comercio durante el siglo XVI y XVII, cuya expresión era el monopolio estatal típico del mercantilismo o capitalismo comercial. Era lo que sucedía con el azúcar y el oro, por ejemplo, en colonias españolas y portuguesas.
La libre iniciativa y el lucro
El Estado no debe interferir o intervenir en la economía o intervenir solamente el mínimo inevitable, porque el liberalismo defiende la propiedad privada y señala que el funcionamiento de la economía comienza desde el principio de la ganancia y la libre iniciativa, lo que permite desarrollar el espíritu emprendedor y competitivo.
Las propuestas de los liberales provocaron –junto con las revoluciones políticas que le dieron origen –una separación entre empresas públicas y privadas, es decir, entre los asuntos de Estado –que debe ocuparse de la esfera pública –y la sociedad civil –que debe estar a cargo de determinadas actividades, especialmente de naturaleza económica.
Al mismo tiempo, el liberalismo aboga por la creación de las instituciones para dar a los ciudadanos una voz en las decisiones políticas. Es a partir de aquí que se produce el fortalecimiento del Parlamento, órgano representativo por excelencia de las fuerzas actuantes de la sociedad y capaz de cohibir los excesos del poder central. El término «Parlamento» procede del francés «parler» que significa hablar. Así, indica el lugar donde hay charlas, discusiones y deliberaciones.
Ejecutivo, Legislativo y Judicial
La concepción de un origen parlamentario del poder significa la superación de teorías arcaicas que se remontan a la Antigüedad, según las cuales el poder procede de Dios o de la tradición familiar –la nobleza. En cambio, el voto dado a un diputado representa el libre consentimiento de los ciudadanos a la actividad política, es decir, el mandato popular. Esto es lo que sucede hoy en día en las democracias representativas, tales como España, donde diputados y senadores son (o al menos deberían ser) los representantes del pueblo.
Completa el cuadro de principios básicos del liberalismo, en el ámbito político, la tripartición del poder en tres instancias autónomas y equilibradas: el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial, conforme postula por primera vez el escritor y filósofo francés Montesquieu. Cada uno tiene sus responsabilidades específicas, y – por encima de ellos –se encuentran las leyes, de las cuales la mayor es la Constitución de un país.
La conciencia liberal está así marcada por la apreciación del principio de legalidad: nadie –ni el gobernante –pueden estar por encima de la ley. Con las revoluciones liberales en Inglaterra y Francia, se produjeron, respectivamente, la Declaración de Derechos (Bill of Rights, 1689) y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1793), que consignaban los logros de las revoluciones y proclamaban la igualdad de todos los hombres ante la ley.
Además, estas afirmaciones constituyen la garantía de las libertades individuales de pensamiento, creencia, expresión, reunión y acción, siempre y cuando no se vean perjudicados los derechos de otros ciudadanos. A continuación, se deriva la concepción tradicional de la libertad según la cual «la libertad de cada uno va hasta donde permite la libertad de otro»
Adam Smith
Se trata de un terreno de inclinación individualista, que es típico del pensamiento liberal. Económicamente, esto significa que la lógica del mercado es: si cada uno desarrolla bien su trabajo, habrá una selección natural de los mejores, que formarán las élites de cuya capacidad emprendedora resultarán los beneficios para el todo social. Era lo que defendía el economista escocés Adam Smith en su obra «Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza».
Se puede cuestionar o criticar a esta fundación, pero en la práctica su capacidad de producir riqueza ha sido demostrada. El problema radica más en la distribución de esa riqueza. Por otra parte, a medida que estos conceptos estaban siendo absorbidos por las instituciones liberales de diferentes países de Europa y los Estados Unidos, se dio un paso significativo hacia la democracia, tal como se practica, en mayor o menor grado, en el mundo contemporáneo.
Vale recordar que a partir de los ideales del liberalismo también se originaron conceptos como la ciudadanía que, en sus inicios en el siglo XVIII, se refiere únicamente a los derechos civiles, libertad y seguridad personal, el derecho de ir y venir, la libertad de creencia y opinión, su lugar institucional eran los tribunales y su vigencia dependía de la aplicación imparcial de la ley.
Durante el siglo XIX, a la ciudadanía se suman los derechos políticos: votar y ser votado, afiliarse a partidos políticos y organizarse en sindicatos. Alcanzado el siglo XX, pasan a integrar la ciudadanía también una extensa variedad de derechos sociales, como la garantía de un salario mínimo, acceso a la salud y vivienda, bienestar social, mejoras en las condiciones de trabajo, seguros laborales, etc.
De la Ilustración al socialismo
Hay una calle de doble sentido entre las ideas políticas y la realidad práctica, por lo que las ideas pueden interferir en el mundo real, transformándolo, así como el mundo real, transformado, precisa de cambios en las ideas. En este sentido, las ideas liberales se han transformado con el tiempo, adaptándose a las nuevas realidades sociales.
El liberalismo surgió con el desarrollo del mercantilismo y se profundizó después de la llegada de la Revolución Industrial en el siglo XVIII con sus orígenes en Gran Bretaña. Con la implementación del sistema de fábricas y la mayor producción, las relaciones humanas se han convertido cada vez más en una relación compleja. Las ciudades crecieron con el éxodo rural, se desarrollaron los ferrocarriles y los barcos de vapor. Las máquinas intensificaron el optimismo basado en la creencia de la omnipotencia del progreso y la tecnología, al mismo tiempo que creaba una nueva forma de valorar la mano de obra.
Los avances tecnológicos, sin embargo, no corresponden a una evolución en las relaciones sociales, haciéndolas más justas, o disminuyendo la distancia entre la parte superior de la pirámide social y su base. En la Europa del siglo XIX, el contraste entre la riqueza y la pobreza era cruel, como ocurre hoy en los países en desarrollo. Por el contrario de lo que pudiera imaginarse en un escenario de crecimiento tecnológico, la clase obrera comenzó a reunirse para hacer valer sus derechos en un proceso que culminará en el desarrollo del socialismo.
El socialismo considera que el individualismo liberal resulta en la defensa de una clase social en particular: la burguesía. De cualquier modo, para enfrentar los problemas traídos por los nuevos tiempos, la teoría liberal se adaptó a las nuevas exigencias de la realidad. El idealismo se volvía cada vez más democrático, acentuando la necesidad de igualdad jurídica y política, así como una solución a la vida precaria de las masas oprimidas. Uno de los representantes de esa tendencia fue el inglés John Stuart Mill, quien sugirió la coparticipación de los trabajadores en los resultados de la industria.
El Estado del bienestar
Poco a poco, el liberalismo comenzó a admitir la tendencia de la intervención estatal para resolver los problemas sociales de los trabajadores, tales como vacaciones, salud, jubilación, desempleo y otras prestaciones. Enfrentando los comicios de la crisis –política, económica y social –que afectó a los Estados Unidos e Inglaterra a mediados del siglo XX y cuyo sistema político y económico se inscribe en el modelo más característico del liberalismo, se promovieron una serie de ajustes rigurosos en la economía, un desarrollo denominado Wellfare state o Estado de bienestar social.
En los Estados Unidos, por ejemplo, para hacer frente a la depresión económica tras el fracaso de los mercados bursátiles de Nueva York (1929), el presidente Franklin D. Roosevelt implementó un programa conocido como New Deal, donde el Estado se convirtió en principal agente de reactivación económica del país. La construcción de grandes obras públicas ayudó a aumentar la tasa de empleo y fueron concedidos créditos para las empresas, además de ser adoptadas incontables medidas asistenciales de atención a los trabajadores.
Sin embargo, la intervención del Estado no se perpetuó, ni el Estado pretendía sobreponerse a las empresas privadas, convirtiéndose en el agente económico solamente. De cualquier manera, al final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, los Estados Unidos se habían convertido en la nación más rica del mundo, así como la más avanzada en términos tecnológicos.
La globalización y el neoliberalismo
Desde la década de 1960, el Estado de bienestar comenzó a mostrar signos de desgaste, sobre todo porque el gasto del gobierno con el tiempo empezó a superar el presupuesto estatal, dando lugar a un aumento insostenible de la inestabilidad déficit público, inflación y decadencia social.
En la década de 1980, los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Inglaterra, se caracterizaron por la reducción de la intervención estatal en el área social. La reanudación de las ideas liberales clásicas, un Estado mínimo y no intervencionista. Se denominó neoliberalismo. Su receta no se limita a los países del norte, en una época como la nuestra, donde la economía es cada vez más global y transversal.