El cristianismo tuvo primero que fijar su relación con el orden político. Dentro del Imperio romano, y como secta judía, la Iglesia cristiana primitiva compartió la misma categoría que tenía el judaísmo, sin embargo antes del fallecimiento del emperador Nerón en el 68 ya se le señalaba rival de la religión imperial romana, por tanto, enemiga del sistema establecido. Las causas de esta hostilidad hacia los cristianos no fueron siempre las mismas y, por lo general, la disconformidad y las persecuciones tenían justificaciones muy específicas. Pero, la lealtad que los cristianos mostraban hacia su Señor Jesús, era irreconciliable con la veneración que existía hacia el emperador como deidad, y los emperadores como Trajano y Marco Aurelio, que se encontraban afianzados de manera más intensa con conservar la unidad ideológica del Imperio, contemplaron en los cristianos una amenaza para sus propósitos; fueron ellos quienes decidieron poner fin a la amenaza.
Al igual que en la historia de otras religiones, en especial la del islam, el recelo a la nueva religión producía el efecto inverso al que se pretendía y, como señaló el epigrama de Tertuliano, miembro de la Iglesia del norte de África, ‘la sangre de los mártires se transformará en la semilla de cristianos’. A comienzos del siglo IV el mundo cristiano había crecido tanto en número y en fuerza, que para Roma era necesario tomar una determinación: eliminarlo o admitirlo. El emperador Diocleciano trató de eliminar el cristianismo, sin embargo fracasó; el emperador Constantino I el Grande se decantó por contemporizar, y terminó desarrollando un imperio cristiano.
La aceptación oficial
La conversión del emperador Constantino situó al cristianismo en una posición privilegiada dentro del Imperio; se hizo más sencillo ser cristiano que no serlo. Como resultado, los cristianos comenzaron a sentir que se empezaba a disminuir el grado de exigencia y sinceridad con la conducta cristiana y que el único modo de cumplir con los imperativos morales de Cristo era escapar del mundo (y de la Iglesia que se encontraba en el mundo), y ejercer una profesión de disciplina cristiana como monje. Desde sus comienzos en el desierto egipcio, con el eremitorio de san Antonio, el monaquismo cristiano se propagó durante los siglos IV y V por numerosas zonas del Imperio romano. Los monjes cristianos se volcaron al rezo y a la contemplación de una vida ascética, no sólo en la parte griega o latina del Imperio romano, sino incluso más allá de sus límites orientales, en el interior de Asia. A lo largo del comienzo de la Edad Media, estos monjes se transformaron en la fuerza más poderosa del proceso de cristianización de los no devotos, de la renovación del culto y de la oración. Y pese al anti-intelectualismo, en reiteradas ocasiones trataron de hacer valer sus derechos desde el campo de la teología y la erudición.
A lo largo de los siglos IV y V el cristianismo fue la religión dominante en el mundo europeo y mediterráneo. Desde Irlanda, en el oeste, hasta Etiopía, en el sureste, la gente se había transformado a la nueva fe cristiana. Sólo un siglo después, la relevancia del cristianismo cambiaría de manera tajante debido a la divulgación de una nueva religión, el islam.