La agresividad infantil es uno de los temas que más preocupan actualmente a padres, educadores y sociedad en general. La presentación constante, especialmente en los medios de comunicación, de escenas marcadas por gran agresividad conduce a padres a la pregunta si este no es un fenómeno en fuerte crecimiento. Y esta pregunta plantea inmediatamente otra nueva sobre el origen de la agresividad. Solamente conociendo la génesis del fenómeno es posible encontrar estrategias que faciliten un cambio en este sentido.
Entre los psicólogos, la respuesta a esta pregunta ha generado controversia, ya que, mientras algunas fuentes se basan en la suposición de que la agresión se hereda en gran medida, otros argumentan que la agresión es el producto de la influencia del medio (televisión, grupos sociales, familiares…). Dejando a un lado estas controvertidas cuestiones se sabe que el comportamiento es el resultado de múltiples factores y quizá la conclusión más correcta es que la agresión es el resultado de factores genéticos, en interacción con el medio ambiente, en un marco temporal específico.
Durante el proceso de desarrollo del niño, hay tendencias agresivas innatas que emergen, aunque estos pueden ser diferentes, en consonancia con el niño en cuestión. En los primeros años de vida, no dominar los recursos de la lengua y, en consecuencia, no puede expresar verbalmente sus reveses, el niño expresa agresión a través de gritos, llanto o agresiones físicas. En esta etapa, la agresión es esencialmente manipuladora, porque su objetivo es alcanzar ciertos fines, por ejemplo, ganar un juguete o defenderse. Este comportamiento es la forma en que el niño encuentra la forma de controlar el ambiente, es decir, es la forma más eficaz para satisfacer sus necesidades.
Con el paso del tiempo, la agresividad no desaparece. Sin embargo, el niño aprende con los adultos que hay otras maneras de conseguir lo que se desea, en particular mediante el intercambio y la negociación.
Varios estudios han demostrado que, cuando las conductas agresivas persisten en el tiempo, esto es debido principalmente a las interacciones familiares y el entorno social. Se pueden enumerar varias conductas de riesgo por parte de los padres, que pueden potenciar el desarrollo de patrones comportamentales agresivos en los hijos. Una de esas conductas es la inconsistencia en el establecimiento de límite. Cuando un comportamiento es castigado en un determinado momento e ignorado en el momento siguiente, el niño quedará confuso, haciéndose difícil para ella distinguir lo correcto de lo incorrecto. Por esta razón, es fundamental que los padres definan claramente lo que el niño puede o no hacer y ser coherentes cuando se hace necesario el castigo.
La violencia doméstica es otro aliado de la agresividad, ya que los niños que asisten a las escenas de violencia en el hogar o son ellos mismos víctimas de la violencia se les enseña que se trata de una forma ‘normal’ y aceptable de tratar con la ira y la frustración. Las familias bien estructuradas y atentas tienden a tener menos niños agresivos. Animar a los niños a resolver conflictos recurriendo a conductas agresivas también puede ser considerado un ‘comportamiento de riesgo’.
La escuela también puede favorecer a aumentar considerablemente la agresividad. Los profesores excesivamente autoritarios y entornos marcados por rivalidad y competencia pueden aumentar también la aparición de patrones de comportamiento agresivos.
Además de todo lo que ha dicho es esencial ser consciente de que la agresividad, en dosis razonables, es saludable. Cuando los niños son demasiado pasivos es señal de que todo lo guardan para ellos y que reprimen sentimientos y dolor, lo que también es preocupante. Por esta razón, el gran reto que se coloca a los padres en la educación de los hijos es ayudarlos a aprender a defenderse, pero sin superar ciertos límites.