Casi toda la información de la que se prepara sobre la vida de Jesús y los orígenes del cristianismo, proviene de aquellos que afirmaban ser sus discípulos. Considerando que escribieron más para persuadir a los devotos que para satisfacer la curiosidad histórica, esta información consta por lo común de más cuestiones que respuestas, y jamás se ha podido armonizar dentro de un congruente y confortable orden cronológico. Dada la naturaleza de las fuentes, es imposible, excepto de un modo especulativo, discernir entre las instrucciones originales de Jesús y el avance que tuvo este magisterio dentro de las iniciales comunidades cristianas.
Lo que sí se sabe es que tanto la persona como el mensaje de Jesús de Nazaret, desde fases muy tempranas, consiguió tener incondicionales que creían en él como en un nuevo profeta. Sus palabras y sucesos se representan a la luz del milagro de su resurrección. Los primeros cristianos concluyeron que lo que Él había demostrado ser, a través de su resurrección, ya lo debía haber sido antes, en el momento en que caminaba entre los habitantes de Palestina e incluso antes de haber nacido del vientre de María de conformidad con su condición divina y, por consiguiente, eterna. Se basaron en la lengua de las Sagradas Escrituras (la Biblia hebrea, que los cristianos llamaron Antiguo Testamento) para componer un relato de la realidad ‘siempre antigua, siempre nueva’, que habían aprendido a conocer como apóstoles de Jesucristo. Considerando que era anhelo y mandato de Jesús el que se unieran y formaran una nueva comunidad de lo que aún quedaba rescatable del pueblo de Israel, estos judíos cristianos formaron la primera Iglesia en Jerusalén. Consideraban que ése era el lugar más apropiado para alcanzar lo garantizado: el don del Espíritu Santo y de una innovación espiritual.
Los comienzos de la Iglesia
Jerusalén era el núcleo del movimiento cristiano; al menos lo fue hasta su destrucción a manos de los ejércitos de Roma en el 70 d.C. Desde este centro, el cristianismo se desplazó a otras ciudades y pueblos de Palestina, e incluso llegando más lejos. En un principio, la mayoría de las personas que se adherían a la nueva fe eran incondicionales del judaísmo, para quienes sus doctrinas representaban algo nuevo, no en el sentido de algo novedoso por completo y diferente, sino en el sentido de ser la continuación y realización de lo que Dios había garantizado a Abraham, Isaac y Jacob. Por lo tanto, ya en un principio, el cristianismo señaló una relación dual con la fe judía: una relación de prolongación y al mismo tiempo de realización, de antítesis, e igualmente de aseveración. La conversión forzada de los judíos durante la edad media y la historia del antisemitismo (pese a que los mandatarios de la Iglesia condenaban ambas conductas) constituyen una prueba de que la antítesis podía ensombrecer con facilidad a la aseveración. No obstante, la separación con el judaísmo jamás ha sido total, especialmente porque la Biblia cristiana incluye muchos elementos del judaísmo. Esto ha conseguido que los cristianos no olviden que aquel al que adoran como Señor era judío y que el Nuevo Testamento no apareció de repente, sino que es una continuación del Antiguo Testamento.
Una señalada causa del distanciamiento del cristianismo de sus raíces judías fue el cambio en la estructura de la Iglesia, que tuvo lugar alrededor de finales del siglo II (es difícil precisar cómo se produjo y en qué periodo de una forma específica). En un momento dado, los cristianos con un pasado no judío comenzaron a rebasar en número a los judíos cristianos. En este sentido, el oficio del apóstol Pablo tuvo una poderosa influencia. Pablo era judío de nacimiento y estuvo relacionado de una forma muy intensa con el destino del judaísmo, sin embargo, debido a su conversión, se sintió el ‘instrumento elegido’ para difundir la palabra de Cristo a los gentiles, esto es, a todos aquellos que no tenían un pasado judío. Fue él quien, en sus epístolas a varias de las iniciales congregaciones cristianas, formuló numerosas de las ideas y creó la terminología que después constituirían el eje de la fe cristiana; merece el título de primer teólogo cristiano. Muchos teólogos posteriores basaron sus conceptos y métodos en sus cartas, que ya están recopiladas y codificadas en el Nuevo Testamento.
De las epístolas ya identificadas y de otras fuentes que provienen de los dos primeros siglos de nuestra época, es posible alcanzar información sobre la organización de las iniciales congregaciones. Las epístolas que Pablo habría enviado a Timoteo y a Tito (pese a que muchos eruditos actuales no se arriesgan a asegurar que el autor de esas cartas haya sido Pablo), muestran los comienzos de una organización inspirada en el traspaso metódico del mando de la primera descendencia de apóstoles, entre los que se incluye a Pablo, a sus continuadores, los obispos. Dado el frecuente uso de términos tales como obispo, presbítero y diácono en los archivos, se hace imposible la identificación de una política única y uniforme. Hacia el siglo III se hizo general la conformidad en relación a la autoridad de los obispos como continuadores de la labor de los apóstoles. Pero, la conformidad era extensiva sólo en los casos en que sus vidas y conductas asumían las enseñanzas de los apóstoles, tal como se encontraba convenido en el Nuevo Testamento y en los fundamentos doctrinales que fundamentaban las diferentes comunidades cristianas.
Concilios y credos
Se hizo necesario esclarecer las cuestiones doctrinales en el momento en que florecieron representaciones del mensaje de Cristo que vendrían a considerarse erróneas. Las desviaciones más relevantes o herejías tenían que ver con la persona de Cristo. Algunos teólogos buscaban resguardar su santidad, negando su naturaleza humana, mientras otros buscaban resguardar la fe monoteísta, realizando de Cristo una figura divina de rango inferior a Dios, el Padre.
En respuesta a estas dos tendencias, en los credos se inició, en fase muy temprana, un proceso para especificar la condición divina de Cristo, en relación con la deidad del Padre. Las formulaciones definitivas de estas relaciones se establecieron durante los siglos IV y V, en una serie de concilios oficiales de la Iglesia; dos de los más destacados fueron el Concilio de Nicea en el 325, y el Concilio de Calcedonia en el 451, en los que se acuñaron las doctrinas de la Santísima Trinidad y de la doble naturaleza de Cristo, en la forma aún aceptada por la mayoría de los cristianos. Para que pudieran exhibirse estos fundamentos, el cristianismo tuvo que refinar su pensamiento y su lenguaje, proceso en el que se fue desarrollando una teología filosófica, tanto en latín como en griego. A lo largo de más de mil años, éste fue el método de pensamiento con más influencia en Europa. El destacado autor de la teología en Occidente fue san Agustín de Hipona, cuya realización de escrituras literarias, dentro de los que se incluyen las escrituras clásicas Confesiones y La ciudad de Dios, hizo más que cualquier otro conjunto de escritos, exceptuando los autores de la Biblia, para dar forma a este método.