El descubrimiento de unas tablas cuneiformes en lengua acadia datadas en el 1700 a.C. permitió conocer las más antiguas recetas culinarias – 2000 años antes de las de Apicius, famoso gastrónomo de la Antigua Roma, consideradas hasta la época las más antiguas. Constituyen treinta y tres recetas que pueden entenderse como una gastronomía propia, diferente a nuestros gustos y prácticas.
El modo de preparación se basa en cocción a base de agua. La exposición directa al fuego, para asar o tostar, era común en la Antigua Mesopotamia desde tiempos inmemoriales. El recurso a un medio líquido para cocinar resultaba en una revolución de la cocina y un progreso considerable en la civilización humano. No apenas el propio cocinado se hacía más modulable y sutil sino que se volvía un método variado y enriquecido indefinidamente, tanto en el medio nutritivo como gustativo.
Lejos de ofrecer una explicación puramente inteligible, los técnicos omiten detalles centrándose en lo más esencial y compartiendo una visión propia perdida en el tiempo moderno. El desconocimiento de la ebullición del agua y otros términos hace que las expresiones de esas recetas resulten complejas de asimilar o irracionales. Ese silencio de sus autores en los detalles de instrucción nos priva de numerosas precisiones. Deja, sin embargo, el esquema estructural de cada receta permitiéndonos, así, tener una idea del tipo particular de cocina de los antiguos babilonios. La gastronomía mesopotámica nos sorprende por algunas rutinas extrañas, como el precalentamiento y el continuo lavado con mucha agua de la carne tras el precocido.
En las recetas presentadas en la gastronomía de la Antigua Mesopotamia podemos contemplar una cocina refinada, complicada e ingeniosa. Lo que tal vez no resulte inesperado si consideramos los posibles destinatarios para degustar sus platos: la clase alta, principalmente como dan a entender ciertos títulos, los dioses en persona.
Uno de los cultos cotidianos de la civilización mesopotámica era el servicio de mesa, fastuoso y solemne. Varios platos exigían un precocinado y cerca de media docena de condimentos y temperos; estos eran platos con sabores sutilmente reconocidos como complementarios. Esos viejos cocineros también aprendieron a reforzar la capacidad nutritiva por medio de la combinación diversificada de los alimentos tratados: adiciones de grasas, leche, sangre, cerveza y cereales servían para enriquecer y unirse al caldo.
La cocina de ellos era preciosa, apurada y magnífica en la presentación de los platos, voluntariamente rebuscada. Existe, de hecho, un carácter fuertemente litúrgico. Es imposible no reconocer, de un lado al otro, un gusto refinado (de la boca y de los ojos) y una decidida gastronomía. Lo que deja intacta la cuestión de saber si, al ver dichos platos en nuestras mesas, nos regalaríamos o no. Sin embargo, no solo era una culinaria pesada y llena, una vez que cada plato comportaba una honesta porción de grasas, sino también un tempero para estómagos fuertes, sobre todo por sus insólitas combinaciones y hoy contradictorias. Entre ellas podemos mencionar, por ejemplo, la miel en caldo salado.
En material de culinaria, como en otros planos, es posible que Babilonia haya estado, a su manera, en la cuna de nuestra cultura y gastronomía. La cocina de aquí podía haber desempeñado el papel ancestral sobre la gastronomía de Oriente Medio árabe-turca o libanesa. Así, cuando saboreamos estos platos tradicionalmente orientales deberíamos dedicar un reconocimiento a los viejos cocineros, inventivos, ingeniosos y osados que, hace más de treinta y cinco siglos, elaboraron, ritualizaron y escribieron verdaderas recetas.
Contexto histórico
El actual territorio cubierto por Irak y sus alrededores –aquello llamado antiguamente como Mesopotamia– se descubrió hace 150 años. Allí se encuentran gran cantidad de ruinas antiguas y objetos arqueológicos de toda especie con más de medio millón de tablas de arcilla, secas o cocidas, cubiertas con signos cabalísticos.
Para aquellos que estén interesados en la historia antigua, especialmente la más remota historia del hombre, Mesopotamia –lugar abandonado y desconocido culturalmente todavía hoy– nos ofrece una doble ventaja. En primer lugar, sabemos hoy que, durante siglos ella brilló en un Oriente todavía letárgico culturalmente, el cual fecundó con sus descubrimientos técnicos, políticos, intelectuales y religiosos.
La civilización mesopotámica trajo incontables contribuciones: de un lado para los israelitas, autores de la Biblia, y, de otro, para los antiguos griegos, surgidos durante el segundo milenio anterior al nacimiento de Cristo y, por tanto, mucho más jóvenes. Y, una vez que la civilización occidental nació notoriamente en el inicio de ese doble caudal greco-bíblico, los antiguos babilonios son, de hecho, nuestros más antiguos ancestrales en línea ascendente directa.
En segundo lugar, debemos a Mesopotamia la invención y formalización de la escritura. En esta civilización encontramos la existencia de documentos donde se materializó, fijo y se hizo transmisible el pensamiento de los primeros hombres culturalmente desarrollados. Así, la documentación mesopotámica cuneiforme es la más antigua que tenemos. Incluso la escritura de los egipcios (jeroglíficos), también abundante en documentos antiguos, apareció posteriormente, dos o tres siglos más tarde. A groso modo, la mayoría de escritos antiguos conocidos hoy son anteriores a la mitad del segundo milenio, hace 3.500 años. Mesopotamia, por tanto, amplia esa duración para más de 5000 años.