Tenemos miedo de los monstruos, en general, porque nuestros miedos son universales. Los miedos cambian con la experiencia, pero existen también aquellos miedos heredados en la carga de informaciones del ADN.
Estudios cognitivos realizados en Chicago, por ejemplo, reflejan que los mayores miedos en los niños son los leones, los tigres y las serpientes, peligros inexistentes en la ciudad.
En su libro “How the Mind Works”, el científico cognitivo Steven Pinker describe los miedos que se desarrollan espontáneamente en los niños menores de cinco años de edad: las arañas, la oscuridad, las serpientes o las aguas profundas. Pinker trata de describir cómo ciertos temores se agrupan como objetos fóbicos clásicos. Temores que, no debidamente superados durante la infancia, acompañan a la persona en una fase adulta manifestándose en fobias que pueden incapacitar al individuo frente al elemento generador de miedo.
Una respuesta biológica para la manifestación de la cultura del monstruo en todas las sociedad es que ella incorpora esos miedos de manera innata -sin contacto con el ambiente- por eso existen miedos universales trasladados a la cultura general, como serpientes peligrosas que habitan en las profundidades del mar, arañas gigantes o monstruos que habitan en lugares inhóspitos y profundos y que acostumbran a atacar durante la noche (nictofobia).
La creencia en monstruos es evolutiva y adaptativa. Tenemos miedo de las serpientes y las arañas no ciertamente porque sean grandes y puedan atacarnos, sino porque son a menudo venenosas. Por lo tanto este miedo nos lleva a evitar el contacto con los animales, lo que probablemente ayuda a salvar vidas y por ello se imprime genéticamente entre generaciones.
Más que el miedo a ser envenenado, sin embargo, el miedo primitivo que subsiste intensamente en cualquier hombre o mujer, de cualquier edad o sociedad, es el de convertirse en alimento de otro animal. Es evidente este temor cuando analizamos las grandes criaturas carnívoras que compartieron el planeta con el ser humano a lo largo de la historia. Estas bestias formaron parte del horror psicológico de los primeros ancestros y de su identidad como especie. Depredadores naturales como osos, tigres, leones, tiburones y cocodrilos eran tan importantes para los antepasados del ser humano que estuvieron incluidos, incluso, en sistemas espirituales.
Entre las formas más primitivas de la autoconsciencia humana se encuentra la consciencia de ser carne. No es complejo comprender el refuerzo de esa percepción y la ansiedad mítica en monstros, como el gigante devorador de hombres Grendel del poema anglosajón Beowulf o en lo depredadores de la serie Alien. El mensaje detrás de historias como esa es claro: existe algo mucho peor que simplemente ser muerto, y es ser devorado.
Por lo tanto, los monstruos están relacionados con sentimientos que reflejan la esencia de nuestra especie. Sentimientos y temores son fundamentales para la evolución humana.
Nuestro miedo por los monstruos de la noche, probablemente tiene sus orígenes en los principios de la evolución de nuestros ancestros primates, cuyas tribus fueron diezmadas durante la oscuridad.