La cultura popular, producida fuera de los entornos institucionalizados o mercantiles, tuvo que ser uno de los objetos de imperativa represión. Precisamente porque antes también era la alternativa popular a la cultura de masas, que a su vez presupone – inicialmente – a ser hegemónica, como condición esencial de la existencia.
La industria se dio cuenta de que la tenía la cultura capacidad de absorber en sí mismas propuestas antagonismo y la crítica, en lugar de luchar contra él. Por lo tanto, de esta forma la cultura de masas podría lograr la hegemonía: elevando a su propio nivel de divulgación y agotamiento de cualquier manifestación cultura, y así volviéndola efímera y desvalorizada.
La “censura”, que quedaba previamente fuera del proceso de producción de los bienes culturales, ahora podía estar en la cuna de la producción. La cultura popular, en lugar de ser castigada por ser “baja calidad” o “mal gusto”, es hoy dejada de lado cuando es usado el argumento mercadológico de “esto no vende más”, después de ser repetida que se escape de cualquier posible significado ideológico o político.
En el contexto de la industria cultural – que es el mayor vocero de los medios de comunicación – son conceptos completamente distintos e independientes de los “populares” y “popular”, ya que el grado de difusión de una cultura ya no depende de su clase origen para ser aceptado por otro. El cambio significativo de la cultura de masas se ha transformado en todos los consumidores que, dentro de la lógica de la Ilustración, son iguales y libres para consumir los productos que desean. Por lo tanto, puede haber el “popular” (producto de expresión genuina de la cultura popular) que no sea popularizado (que no venda bien en la industria cultura) el “popularizado” que no sea popular (vende bien pero es de origen elitista).
