La ciencia en los tiempos antiguos formaba un solo cuerpo con la filosofía y, en consecuencia, no es fácil, utilizando los criterios actuales para definir estas dos áreas del conocimiento, reconocer una auténtica ciencia antigua que se base en la experimentación. Entonces no existía la preocupación de distinguir la doctrina filosófica de la teoría científica en el sentido que hoy en día plantea. Por el contrario, las experiencias, cuando podían pasar a ser ejecutadas, se destinaban a sumar argumentos favorables a una doctrina más general que proponer leyes específicas o generalistas.
A medida que el equipo de laboratorio fue cada vez más sofisticada, los seres humanos llegaron a valorar la experiencia y la capacidad para poner en práctica la teoría. En los tiempos antiguos, Arquímedes contaba con escasos recursos experimentales, y siguió un camino opuesto, desde lo general a lo particular. Pero la observación general se presta a más argumentos que las mediciones, y estos argumentos se prestan más a la crítica a través del diálogo que contrapruebas experimentales. Y la sistematización de los conocimientos adquiridos fue tomando la forma de doctrina. En esencia, no hay forma de distinguir el ideal perseguido por un filósofo de la antigüedad que aquel perseguido por los partidarios de la unificación de las teorías científicas, a pesar de que sus puntos de partida son, a primera vista, antagónicos.
Es importante dejar en claro que la experimentación no es exclusiva de la ciencia moderna. Experimentadores como Arquímedes, Eratóstenes, o Herón de Alejandría se comparan favorablemente con los mejores experimentadores en la actualidad. No obstante, en la actualidad el nuevo enfoque propone una distinción entre el conocimiento objetivo producido por la ciencia y el conocimiento filosófico que depende de un racionalismo subjetivo.