No siempre es fácil de educar, especialmente cuando tenemos que castigar. Surgen a menudo dudas en la clase de castigos que se aplicarán si partimos de la presuposición de lo que nunca debemos hacer en situaciones importantes como el deporte o actividades de desarrollo.
A lo largo del tiempo, la idea de educar quedó siempre asociada a la idea de castigar. En el Antiguo Testamento, el castigo era la forma de corregir defectos. Con el Renacimiento, surgen los primeros opositores a los castigos corporales y, en el siglo XIX, la legislación occidental prohíbe esta forma de educar. Pronto, esa prohibición queda extendida a otros ámbitos, como la escuela. Siendo así, el castigo físico, por mínimo que pueda resultar, nunca debe ser una opción, pues, más allá de su marco legal, se puede incidir en un grave daño psicológico en niños y jóvenes.
Castigar, dentro de muchas familias, continúa siendo sinónimo de castigos físicos, especialmente aquellos en los que los padres también han sido el blanco de la violencia en la infancia. El uso de la agresión física como una forma de castigo parece que se transmite de generación en generación, sirviendo los padres como modelos de imitación para sus futuros hijos que, por el hecho de admirar al adulto, tienden a reproducir actos mal aprendidos. A menudo es la severidad la razón de mayor incidencia de conflictos en las relaciones entre padres e hijos.
Pero, después de todo, ¿qué se entiende por castigo y qué papel debe desempeñar para educar a los niños? ¿hay otro castigo más adecuado?
En líneas generales, castigar consiste en reprender con una acción o privar al sujeto de aquello que le gusta, para que pueda ser reparado aunque parcialmente el mal cometido. De esta manera, la persona entiende que sus acciones pueden tener consecuencias positivas o negativas, pudiendo de esta forma reorientar futuramente su comportamiento en función de los resultados deseados. Este marco teórico está basado en los principios del conductismo, escuela natural desarrollada por John Watson y B. F. Skinner y extendida a numerosos ámbitos con diversas aplicaciones. El castigo solo tiene sentido si existen reglas bien definidas, es decir, si el niño comprende exactamente lo que le es permitido y lo que le es prohibido. Las reglas funcionan, así, como un faro que orienta al niño en cada momento, en la dirección correcta. Sin reglas no existe coherencia en el castigo.
Cualquiera que sea el castigo, solamente tiene sentido si surge inmediatamente después de la realización del comportamiento inapropiado. ‘Cuando tu padre llegue a la noche, te vas a enterar’. Si esto llegara a suceder, solamente generará sentimientos de indignación y de incomprensión por parte de los más pequeños. El castigo debe ser todavía proporcional al acto cometido y no al estado de humor del adulto en aquel momento. Si la falta cometida es pequeña no tiene sentido un largo castigo solamente porque el padre tuvo un día de perros.
El tipo de castigo más apropiado para una situación dada depende de varios factores, tales como: edad, personalidad, grado de gravedad de la situación, intereses personales y motivaciones. Desconectar el ordenador, impedir de ver la televisión, de ir a pasear con los amigos, de recibir su paga o jugar a videojuegos funcionarán como castigo si para la persona tales privaciones resulta una fuente de placer.
El castigo no debería aplicarse en presencia de otras personas, puesto que la existencia de la opinión pública se convierte en una acción todavía más humillante y puede generar sentimientos reprimidos.
Una vez aplicado el castigo no deben ser demostrados sentimientos de remordimiento, porque el niño se dará cuenta de ello, perdiendo el castigo todo el efecto deseado y perdiendo autoridad sobre quien impuso tal castigo. Si se considera excesivo, tiene mucho sentido pedir disculpas e intentar evitar en el futuro la repetición del mismo error.
En realidad no existen fórmulas mágicas, así que es esencial que todos los días se busque ser fuerte en el momento debido, imponer la autoridad cuando sea necesario, pero también ceder, admitir los errores cuando la situación así lo exige y no excederse en la gravedad de los castigos.