Cuando se enteraron de que iban a ser padres todo lo demás perdió su prioridad. ‘¡Vamos a ser padres!’, pensaban, sintiendo bien fuerte el peso de la responsabilidad de traer un nuevo ser humano al mundo y más aun de responsabilizarse de la importante tarea de crear una vida plena. ¡Iban a ser los mejores padres del mundo!
Leyeron todo lo que había y oyeron atentamente a pediatras y psicólogos para estar muy preparados para la misión más importante de sus vidas: criar a un niño feliz y desacomplejado.
Desde que el pequeño tesoro nació, hicieron de todo para que ningún obstáculo pareciera insuperable. Aprender a andar había sido (o parecido) muy fácil, a través de bromas y desafíos; la actividad parecía ser suficientemente atractiva para surgir con la mayor naturalidad posible. Las primeras palabras fueron escuchadas con gran atención, así como todas las que se siguieron. Y el niño creció siempre muy apoyado y con cariño, sin obstáculos ni villanos en su recorrido.
No había prohibiciones no justificadas (a medida del niño), ni castigos o amenazas. Todo se desarrollaba en armonía y el tiempo nunca era problema. Las historias eran pedagógicamente correctas y los dibujos realizados se podían ver en gran calidad y no denotaban violencia o emociones negativas.
Pero incluso con un ambiente casi perfecto, no todos los momentos de tensión han desaparecido. A los dos años aparecieron los berrinches y había cuatro monstruos que insistían en esconderse debajo de la baja, creándose así sucesivamente nuevos dramas en la infancia de un niño normal.
Si todo dependía de los padres el niño habría sido más equilibrado y más feliz del mundo y nada nunca molestaría el sueño o perturbaría los divertimentos de su infancia. Pero el niño también tenía sus propias ideas e incluso cuando adoptaba comportamientos poco razonables (tirar todo al sueño, rechistar, rabietas improvisadas…) tenía como único objetivo descubrir lo que podía hacer y lo que podía conseguir de todo ello.
El niño es un participante activo en su desarrollo. Es importante que los padres y educadores sepan que todas las etapas de su desarrollo tienen características específicas. De esta manera, pueden reaccionar y adaptar su parte del recorrido a sus actitudes. Sin olvidar, sin embargo, que, más allá de las fases y de las características inherentes a cada una, cada niño es un niño.
Al determinar el desarrollo de un niño compiten, además de las características biológicas, la relación con los adultos, especialmente con los padres, así como las características del entorno y las experiencias allí proporcionadas. Estos son también factores determinantes en la construcción de la identidad y de la personalidad del niño.
Nosotros no podemos adoptar una actitud pasiva no haciendo nada en relación al crecimiento; al contrario, debemos introducir experiencias atrayentes y llamativas a medida que el niño parece estar preparado, con ganas de enfrentar situaciones nuevas, sin nunca dejar de respetar sus preferencias si existen o sus hostilidades.
Sentirse amado es crucial para la salud emocional y la autoestima del pequeño. Depende de cada uno de nosotros volver a examinar el clima que ofrecemos a nuestros hijos. Los niños necesitan apoyo positivo y aceptación por parte de los padres. Son altamente satisfechos cuando se dan cuenta que aquello que son y lo que hacen agrada a los padres. Así, no nos debemos inhibir en demostrar al niño nuestra satisfacción y afecto antes sus comportamientos positivos. En la medida en que ofrecemos encuentros personales seguros es que nuestro hijo se afirma a sí mismo.
El esfuerzo que hacemos a diario para entender la razón de determinados comportamientos e nuestros hijos tiene tanto de doloroso como de gratificante, y crea entre nosotros y ellos una empatía y una complicidad que se resiste al paso de los años y la distancia.