Conforme avanzaba el siglo XX, los estilos operísticos evidenciaban tanto los perseverantes enfoques nacionalistas como un ascendente internacionalismo representado por el atonalismo y las técnicas seriales. El ruso Serguéi Prokófiev escribió la ópera bufa El amor de las tres naranjas durante un viaje a través del Oeste de Estados Unidos. Se estrenó en Chicago en 1921. Antes de fallecer, compuso su gran ópera Guerra y paz (1946, revisada en 1952) inspirada en la obra literaria en prosa de Tolstói. Dmitri Shostakóvich no era del gusto de Stalin en el momento en que compuso su ópera Lady Macbeth de Mtsensk (1934), una obra que luego fue revisada bajo el nombre de Katerina Ismailova (1963).
Los compositores más modernos tendían a integrar en sus obras no únicamente las técnicas sinfónicas, sino igualmente los estilos folclóricos, conocidos o jazzísticos. Entre las óperas francesas que evidenciaban algunas de estas influencias destacan La hora española (1911) y El niño y los sortilegios (1925), de Maurice Ravel, así como Les mamelles de Tirésias (1946) y Diálogos de carmelitas (1957), de Francis Poulenc. España produjo La vida breve (1913), de Manuel de Falla, y Alemania, Matías el pintor (1937), de Paul Hindemith, así como el estilo satírico y cabaretero de Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny (1929) y de La ópera de cuatro cuartos (1928), de Kurt Weill, ambas con escrituras del dramaturgo germánico Bertolt Brecht. El ruso Ígor Stravinski usó un estilo neoclásico en The Rake’s Progress (1951).
La ópera italiana, si bien produjo partituras con melodías parcialmente preservadoras de la pluma de Italo Montemezzi y Ermanno Wolf-Ferrari, igualmente se acercó a enfoques más revolucionarios en obras como Muerte en la catedral (1957), de Ildebrando Pizzetti, El prisionero (1948), de Luigi Dallapiccola, e Intolleranza (1960), de Luigi Nono, estas dos últimas con una estructura musical inspirada en el método dodecafónico de Schönberg. Otras óperas importantes escritas tras la Segunda Guerra Mundial son obra de los alemanes Boris Blacher, Werner Egk, Hans Werner Henze y Carl Orff; el austriaco Gottfried von Einem; y el argentino Alberto Ginastera. Los compositores británicos Frederick Delius, Benjamin Britten y Ralph Vaughan Williams igualmente han producido obras destacadas.
La primera gran ópera americano fue Leonora (1845), de William Henry Fry. Gran parte de las obras posteriores, como La letra escarlata (1896), de Walter Damrosch, tenían un estilo europeo. Entre las óperas americanas más restauradoras del siglo XX se hallan Porgy and Bess (1935), de George Gershwin, Treemonisha (obra póstuma, inaugurada en 1975), de Scott Joplin, los dramas musicales minimalistas de Philip Glass, como Einstein on the Beach (1976), y la más ecléctica Nixon in China (1987), de John Adams.
Producción operística
La ópera siempre ha tenido un carácter eminentemente vocal, por lo que la prima donna convencionalmente ha sido el eje de cualquier realización de éxito. Pero, en el siglo XX ha adquirido gran relevancia el conjunto operístico, y en muchos casos el director, el escenógrafo y el director de escena han pasado a ejercer un cometido al menos de la misma relevancia que la de los cantantes. El productor, decorador y cineasta italiano Franco Zeffirelli fue uno de los representantes del renacimiento neorromántico en el ámbito de la puesta en escena a comienzos de la década de 1960. Otros directores notorios son el británico Jonathan Miller, los americanos Robert Wilson, Sarah Caldwell y Peter Sellars, y el argentino Jorge Lavelli.
La inclusión de medios electrónicos y sintetizadores en las obras musicales de los compositores modernos ha traído consigo el avance de las técnicas de realización multimedia. A pesar de que no es una ópera en el sentido severo de la palabra, la Misa (1971), de Leonard Bernstein, fusiona elementos operísticos convencionales con otros medios como la danza, la música electrónica y las técnicas escénicas más modernas. Tanto en los teatros habituales como en los talleres experimentales, la ópera parece haber reconquistado la posición que disfrutaba en el siglo XVII como fuente de innovaciones escénicas y experimentos teatrales vanguardistas.
La tecnología igualmente ha sufragado a la divulgación de la ópera gracias a los nuevos métodos de grabación y multiplicación de sonido. Las versiones cinematográficas de La flauta mágica y Don Giovanni, de Mozart, que realizaron Ingmar Bergman (1974) y Joseph Losey (1979), respectivamente, son dos ejemplos muy importantes de adaptación de una ópera al medio cinematográfico.