En 1926 la productora Warner Brothers introdujo el primer método sonoro eficaz, conocido como Vitaphone, durable en la grabación de las bandas sonoras musicales y los escrituras hablados en grandes discos que se sincronizaban con la acción de la pantalla. En 1927, la Warner lanzó El cantor de jazz, de Alan Crosland, la primera cinta sonora, protagonizada por el showman de principio ruso Al Jolson, que alcanzó un éxito inmediata e casual entre el público. Su eslogan, sacado del texto de la cinta “aún no has oído nada”, señaló el final de la era muda. Hacia 1931 el método Vitaphone había sido superado por el Movietone, que grababa el sonido directamente en la cinta, en una banda lateral. Este proceso, desarrollado por Lee de Forest, se transformó en el estándar. El cine sonoro se regresó un fenómeno internacional de la noche a la mañana.
Las primeras películas habladas
La transformación del cine mudo al sonoro fue tan rápida que numerosas cintas distribuidas entre 1928 y 1929, que habían empezado su proceso de realización como mudas, fueron sonorizadas después para adecuarse a una demanda apremiante. Los propietarios de las salas se apresuraron igualmente a transformarlas en salas aptas para el sonoro, mientras se rodaban cintas en las que el sonoro se exhibía como novedad, adaptando obras literarias e introduciendo extraños efectos sonoros a la primera ocasión. El público pronto se cansó de los coloquios monótonos y de las circunstancias estáticas de estas cintas, en las que un conjunto de artistas se situaba cerca de un micrófono fijo.
Tales conflictos se solucionaron en los comienzos de la década de 1930, en el momento en que en varios países un conjunto de gestores de cine tuvieron la imaginación necesaria para utilizar el nuevo medio de manera más innovadora, liberando el micrófono de su estatismo para restituir un sentido fluido del cine y conocer las ventajas de la postsincronización (el doblaje, los efectos sala y la sonorización habitualmente que sigue al montaje), que posibilitaba la manipulación del sonido y de la música una vez rodada y montada la cinta. En Hollywood, Lubitsch y King Vidor experimentaron con el rodaje de largas secuencias sin sonido, añadiéndolo ulteriormente para resaltar la acción. Lubitsch lo hizo suavemente, con la música, en El desfile del amor (1929), y Vidor con el sonido ambiente para hacer una atmósfera natural en Aleluya (1929), un musical realista representado íntegramente por artistas afroamericanos cuya acción sucede en el sur de Estados Unidos. Los gestores iniciaban a aprender a hacer efectos con el sonido que partía de objetos no visibles en la pantalla, dándose cuenta de que si el televidente oía un tictac era innecesario exhibir el reloj.
Los guionistas Ben Hecht, Dudley Nichols y Robert Riskin comenzaron a inventarse coloquios en especial preparados para la pantalla, a los que se despojaba de todo lo que no fuera fundamental para que sirvieran a la acción en lugar de estorbarla. El estilo periodístico rapidísimo que Hecht preparó para Un gran reportaje (1931), de Lewis Milestone, contrasta con las ingeniosas imitaciones que redactaría para la obra de Lubitsch Una mujer para dos (1933). Nichols, por otro lado, destacó por sus coloquios claros, sin ambigüedades, en cintas como María Estuardo (1936), de John Ford. Riskin se hizo célebre por sus personajes familiares en las cintas de Frank Capra, entre ellas Sucedió una noche (1934), protagonizada por Claudette Colbert y Clark Gable.