Desde tiempos antiguos, viajeros, historiadores y eruditos han analizado y escrito sobre culturas de pueblos distantes. El historiador griego Herodoto describió las culturas de varios pueblos del espacio geográfico conocido en su tiempo; interrogó a los informantes clave, observó y estudió sus formas de vida —al igual que los antropólogos modernos—, e señaló sobre las distinciones existentes entre ellas, en aspectos tan destacadas como la organización familiar y las prácticas religiosas. Mucho después, el historiador romano Tácito, en su libro Germania (hacia el 98 d.C.), señaló el carácter, las tradiciones y la distribución geográfica de los pueblos germánicos.
En el siglo XIII, el aventurero italiano Marco Polo viajó a través de China y otras zonas de Asia, proporcionando con sus escritos una información muy amplia sobre los pueblos y tradiciones del Lejano Oriente.
A lo largo del siglo XV se investigaron nuevos campos de conocimiento debido al hallazgo por los exploradores europeos de los diferentes pueblos y culturas del Nuevo Mundo, África, el sur de Asia y los Mares del Sur, que dio como resultado la introducción de ideas revolucionarias sobre la historia cultural y biológica de la humanidad.
A lo largo del siglo XVIII, los eruditos de la Ilustración francesa, como Anne Robert Jacques Turgot y Jean Antoine Condorcet, comenzaron a elaborar teorías sobre la evolución y el avance de la civilización humana desde sus albores. Estos enfoques antropológicos y filosóficos chocaban con el relato bíblico de la producción y con los dogmas teológicos que aseguraban que específicas culturas y pueblos no occidentales habían caído en desgracia divina y, por ello, habían degenerado hacia una situación denominada peyorativamente ‘primitiva’.
El hallazgo de un fósil en Neandertal (Alemania) en 1856 y los restos del hombre de Java (Homo erectus) en la década de 1890, suministraron contrastes irrefutables del larguísimo proceso de evolución del hombre. En la abadía Boucher de Perthes (véase Jacques Boucher), en las cercanías de París, se descubrieron igualmente diversos utensilios de piedra que corroboraron que el proceso evolutivo de la prehistoria humana tal vez se remontara a cientos de miles de años atrás. Desde un principio, la arqueología se transformó en una compañera inseparable de la emergente disciplina antropológica.
La antropología apareció como campo diferencial de estudio a mediados del siglo pasado. En Estados Unidos, el autor de dicha disciplina fue Lewis Henry Morgan, quien investigó en profundidad la organización social de la confederación iroquesa. Morgan elaboró en su estudio La sociedad primitiva (1877) una teoría general de la evolución cultural como progresión gradual desde el estado salvaje hasta la barbarie (caracterizada por la simple domesticación de animales y plantas) y la civilización (iniciada con la invención del abecedario). En Europa, su autor fue el erudito británico Edward Burnett Tylor, quien erigió una teoría sobre la evolución del hombre que confería especial atención a los orígenes de la religión. Tylor, Morgan y sus contemporáneos resaltaron la racionalidad de las culturas humanas y justificaron que en todas las civilizaciones la cultura humana evoluciona hacia formas más complejas y realizadas.
A mediados del siglo XIX se desarrollaron, además, destacadas fundaciones de arqueología científica, especialmente a puesto de arqueólogos daneses del Museo Nacional de Antigüedades, Septentrionales en Copenhague. A partir de unas excavaciones sistemáticas aparecieron a conocer la evolución de los utensilios y herramientas durante la edad de piedra, la edad del bronce y la edad del hierro. El autor de la escuela funcionalista de antropología, Bronislaw Malinowski, aseguraba que las organizaciones humanas debían ser examinadas en el entorno de su cultura y fue uno de los primeros antropólogos en convivir con los pueblos objeto de su estudio, los habitantes de las islas Trobriand, cuya lengua y tradiciones aprendió para comprender la totalidad de su cultura.
La antropología aplicada nació en el siglo XIX con organizaciones como la Sociedad Protectora de los Aborígenes (1837) y la Sociedad Etnológica de París (1838). Estas fundaciones se preocuparon por despertar en Europa una conciencia contraria al tráfico de prisioneros y a la masacre de pueblos indígenas americanos y australianos.