Arte barroco en América Latina

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A lo largo de los siglos XVII y XVIII, la arquitectura barroca latinoamericana conservó las pautas indicadas por la península Ibérica sin embargo con algunas peculiaridades. Una de ellas es su sorprendente pluralidad, condicionada por el propio medio físico, la gran diversidad de materiales existentes en cada área geográfica y la presencia de un pasado precolombino. Entre los condicionantes físicos, la frecuencia de terremotos en algunas zonas como Guatemala o Perú produjo ciertos patrones estéticos, al tiempo que conducía al desarrollo de técnicas constructivas especialmente resistentes a los movimientos sísmicos como la quincha (red de cañas atadas con cordobanes aglutinados con barro).

El barroco en Hispanoamérica es básicamente decorativo, ya que aplica un lenguaje ornamental a esquemas constructivos y estructurales incambiados desde los comienzos de la arquitectura hispanoamericana. La presencia de ciertos elementos como el estípite o el arco toral, marcan formalmente los estilos de ciertas regiones. Mientras que el primero es el signo caracterizador del barroco mexicano, el segundo, cuya cometido es mantener la cúpula, se desarrolló especialmente en Quito y Nueva Granada. En regiones donde el clima propiciaba un entorno natural austero, florecieron las llamadas fachadas-retablo. Su destacado propósito, como en la iglesia de San Francisco de Quito, es repetir en el exterior la exuberancia decorativa del interior. La presencia del color es otro rasgo característico del barroco colonial; se expresa, especialmente, a través de la piedra, el ladrillo revocado en blanco, la tintura de almagre (óxido rojo de hierro), la yesería policromada y los azulejos. Un destacado ejemplo de esto último lo encontramos en la fachada de San Francisco de Acatepec (México), en donde la piezas cerámicas han sido modeladas en el taller ex profeso para la iglesia. Otros elementos arquitectónicos propios del barroco americano son la espadaña, la pilastra de almohadilla, como en la catedral de Tegucigalpa (Honduras), la proliferación de maneras mixtilíneas y el soporte antropomorfo.

Los dos grandes focos, donde con más intensidad iba a encontrar eco el nuevo estilo, son el virreinato de Nueva España (especialmente en el territorio actual de México y Guatemala) y las ciudades peruanas de Cuzco y Lima. Si en todas ellas la influencia española es incuestionable, en Brasil la tendencia fue continuar los modelos portugueses.

En pintura, la obra de Francisco de Zurbarán provocó un intenso impacto en artistas como Sebastián de Arteaga, José Juárez y Melchor Pérez de Holguín. A finales del siglo XVII y fundamentos del XVIII, la escuela sevillana de Bartolomé Esteban Murillo y, en menor medida, de Juan de Valdés Leal, ejerció una gran influencia en algunos pintores del Nuevo Mundo como el mexicano Juan Rodríguez Juárez y el colombiano Gregorio Vázquez de Arce. De este modo mismo, fue decisiva la aparición a finales del siglo XVII de artistas europeos como el flamenco Simón Pereyns, los españoles Alonso López de Heredia y Alonso Vázquez, o el italiano Mateo Pérez de Alesio. Los pintores de la escuela cuzqueña conjuntaron las formas decorativas indígenas con las europeas, en especial las de la escuela flamenca, siempre ricamente ornamentadas en oro.

El mismo sentido decorativo afectará a la escultura ornamental, presente en los interiores y exteriores de las numerosas iglesias barrocas que, con un estilo extremadamente recargado, se cimentaron a lo largo de las colonias españolas. En México destaca el español Jerónimo Balbás, que llegó a América a comienzos del siglo XVIII, autor del retablo del altar mayor de la iglesia del Sagrario. La imaginería popular floreció en Guatemala, con Quirio Cataño y Juan de Chávez, en Quito, con Bernardo Legarda, y en Lima donde, gracias al estrecho contacto con Sevilla, se pueden observar numerosas obras de Martínez Montañés.