Los movimientos de izquierda, incluso con el objetivo principal en el cambio social, no eran sinónimo de armonía. Durante el auge de los movimientos liberales que se oponían al gobierno y la economía capitalista, podemos ver la diferencia en la división ideológica que tuvo lugar entre socialistas y anarquistas. Para las dos facciones, la revolución debía pasar por diferentes etapas.
Los anarquistas plantearon la clara presunción de que toda revolución realizada en representación de un grupo genera a su vez un proceso de exclusión. En el enfoque ideológico de la anarquía, no se podía establecer en condición suprema un grupo capaz de dar dirección revolucionaria. El estado de revolución tenía que ser permanente y constante. A diferencia de un establecimiento que ofrece los derechos y deberes, la población tendría que construir asociaciones liberales donde el contrato social fuese siempre discutido a ajustes.
De esta manera, el pensamiento anarquista tenía una clara diferencia a la política socialista. En este último caso, la revolución se daba con la captura del Estado. En cuanto a los anarquistas querían el final mismo del Estado y, por ello, avisaban que un Estado socialista sería el comienzo de un gobierno que no podía abolir la dictadura. El principal hallazgo empírico de esta crítica surgiría con la experiencia de la Revolución Rusa.
Muchos anarquistas desconocidos dieron su apoyo a la transformación realizada a lo largo del año 1917. Pese a todo, su fidelidad ideológica a textos de Bakunin, Kropotkin y Proudhon los convirtió en enemigos de la revolución bolchevique. Por último, muchos fueron asesinados, exiliados o condenados a campos de concentración.