La cosmología aristotélica parte de dos principios fundamentales: el primero, que el comportamiento de las cosas se debía a formas determinadas cualitativamente o naturales. El segundo, que la totalidad de estas naturalezas estaba dispuesta para formar un conjunto, jerarquicamente organizado o cosmos. Este cosmos o universo poseía muchos trazos comunes con el de Platón y de los astrónomos Eudoxo y Calipo, del siglo IV a.C, que habían enseñado que el cosmos era esférico y que poseía un cierto número de esféricas concéntricas, siendo la más externa la de las estrellas fijas. La Tierra estaría en el centro.
Para Aristóteles, el cosmos era una esfera vasta más finita, con la Tierra en el centro y limitada por la esfera de las estrellas fijas, que eran, también el Primer Motor, la fuente original de todos los movimientos del universo. Rodeando la Tierra esférica, estaban las distintas esferas, las tres primeras correspondiendo a los elementos terrestres: agua, aire y fuego. Rodeando la esfera del fuego estaban las esferas cristalinas, en las cuales estaban insertadas, y por ellas eran transportados la Luna, Mercurio, Venus, Sol, Martes, Júpiter y Saturno, los siete planetas. Después, la esfera de las estrellas ficjas y después de ella, nada.
De esta manera, cada tipo de cuerpo o sustancia poseía su lugar natural y un movimiento natural en relación a este lugar. El centro de la Tierra, centro del universo, era la referencia de este movimiento. La esfera lunar dividía el universo en dos regiones distintas, la terrestre y la celeste.
En la primera, los cuerpos terrestres estaban sujetos a cuatro tipos de movimientos y su movimiento natural era rectilíneo, en dirección a su lugar natural, donde podía permanecer en reposo. Por eso, el fuego, cuyo lugar natural era el alto, parece leve y la tierra, cuyo lugar natural es abajo nos parece pesado.
Los cuerpos celestes estaban formados de un quinto elemento o quinta esencia, incorruptible, dotado de movimiento circular uniforme, un movimiento eterno e infinito.